lunes, 3 de octubre de 2016

Capitulo 1. Otro día normal

“Tengo frio” pensaba. Una escalofriante sensación recorría todo su cuerpo, un frio que le llegaba hasta los huesos. Se levantó  de su cama sin hacer casi ningún esfuerzo. Avanzó por el pasillo lentamente, mientras se repetía “tengo frio”. Bajó las escaleras las escaleras con paso tembloroso y agarrando con todas sus fuerzas el pasamanos. “Tengo frio, buenos días” dijo en voz alta a su familia, que estaba reunida en la mesa central del salón desayunando. Nadie respondió. Se dirigió a la cocina, sin casi fuerzas en su cuerpo, para prepararse su taza de leche caliente  matutino. Sin embargo, era incapaz de servirse el café.  “Tengo frio” se volvió a decir a si mismo poco antes de oír un grito descorazonador. Provenía de la planta superior, algo había. Toda su familia salió corriendo hacia la habitación de dónde provenía el grito, mientras él avanzaba sin pena ni gloria. Al llegar se encontró con una estampa desoladora. Su hermana pequeña estaba agarrada a algo oscuro y rígido que él no podía ver, sus padres en la cabecera de la cabecera con la mayor cara de pesar que les ha visto. “Tengo frio” dijo mientras reconoció aquello que estaba tumbado en el suelo. Una paz le rondo en su interior mientras dio media vuelta y se fue. El mundo ahora le parecería diferente. “Tengo frio”
            Día tras la misma rutina, pensó irritado al levantarse de golpe. El grito enérgico del instructor despertó a todo el barracón de un golpe. El barracón era extremadamente simple, una fila de literas a cada lado. Entre cada litera un armario doble metálico, de color verde botella, y de un metro y medio de altura, de poco más de treinta centímetros de profundidad, donde en cada parte cada recluta podía meter sus pocos enseres que tenía.
El instructor tenía el típico aspecto militar: espaldas anchas, pelo corto, uniforme perfectamente puesto y planchado, cara fruncida y postura estándar. Ese instructor, llamado Teniente Guzmán, era conocido por su gran mal genio, sus gritos y su afán de hacer la vida de los reclutas insufrible.
-¡El sol saldrá en diez minutos y no quiero que se sienta solo!- gritó a pleno pulmón- Todo el mundo preparado y en formación en la puerta en cinco minutos.-
Se levantó de un bote, asió su uniforme y empezó a ponérselo. Cuando iba por la parte de arriba, el inmaduro de la litera de al lado le quito la chaqueta y empezó a pasarla entre sus amigos al grito de “¡venga, recluta Román! Eres demasiado patoso”. Román era demasiado delgado, pequeño y sin fuerzas; no podía hacer frente a sus compañeros. El compañero que le había quitado la chaqueta era el prototipo de adolescente que a volvía a las chicas locas: alto, rubio, atlético, ojos claros con una mirada encantadora y, para gran amargura de Román, era el jefe de su escuadrón. Al rato le tiraron la chaqueta en al suelo y todo el mundo salió apresuradamente fuera del barracón, menos Román. Se puso la chaqueta apresuradamente y se presentó en la salida del barracón lo más rápido que pudo. El barracón estaba en medio de una explanada totalmente asfaltada, donde al fondo, hacia el norte, se podida ver un gran edificio de ladrillo de estilo Art Nouveau. Era el edificio central del internado militar. Rodeando la explanada, al este, había un campo de pruebas e instalaciones deportivas. En ellas se podía hacer desde tiro con pistola, hasta futbol y escalada. Esto a Román no le interesaba nada en absoluto, él prefería la inmensa biblioteca que poseía el edificio central. En ella pasaba su tiempo libre deleitándose con todos sus libros, desde manuales técnicos hasta libros de tácticas militares. Pero los que más le atraían eran las novelas, dando igual el género. Detrás del complejo deportivo circulaba un pequeño rio.
Al sur se encontraban todos los barracones, incluido el de Román, hechos de metal y de aspecto bastante desagradables. Eran de diferentes tonos verdosos, un amago de camuflaje que con los años se había difuminado y degradándose hasta quedarse en un conjunto de tonalidades verdosas deformes y sin sentido.
Al oeste un bosque donde se hacían desde pruebas de supervivencia hasta maniobras y juegos militares. Estaba compuesto en su mayoría por robles y encinas de gran tamaño, pero también había abedules y sauces.
Al ver el instructor el aspecto desaliñado de su recluta, unido a su tardanza, decidió darle una pequeña reprimenda.
-Recluta Román, por sorteo le ha tocado un premio de ¡20 flexiones!- según decía la frase su expresión facial pasaba de ser de muy malhumorado a hostilidad total.-El resto por compañerismo se pasara toda la mañana corriendo mientras vuestro compañero Román disfrutará de una mañana libre después de que haga sus apacibles flexiones.-
-¡Como se nota que es el ojito derecho del director!-dijo uno de sus ahora hostiles compañeros
Tras hacer a duras penas las flexiones, se dio cuenta de a lo que refería su compañero. Se levantó y vio a su instructor que se dirigía hacia él mientras sus compañeros corrían en formación de a tres. Le dio el permiso de mañana libre y le ordeno que primero fuese a ver al director antes de desayunar.
Se dirigió a paso lento y tranquilo hacia el edificio central. Al acercarse vio en el gran portón el emblema de la escuela: un escudo al escudo nórdico, con los bordes bellamente labrados con un estilo floral, y una encina labrada en el centro.
Tras la inmensa puerta se hallaba un gran vestíbulo con suelo de granito pulido con iluminación natural. En las paredes, de color rojo claro, finos retratos de antiguos directores de esta escuela colgaban, todos con un gran tono y seriedad militar. Al final de la sala había una serie de puertas que daban a un entramado de pasillos y aulas. Después también había una gran y elegante escalera estilo clásica.
Subió por la escalera que daba a un gran pasillo, de suelo de mármol, bien iluminado con antiguos candiles actualizados a la época actual, con bombillas de luz blanca. Según avanzaba por el pasillo observaba los bustos de los que antaño fueron directores o alumnos que ahora se han convertido en personas de influencia.
Al final del gran pasillo había dos bifurcaciones, tomando la de la derecha paso por delante de la sala principal de reprografía, donde editaban e imprimían los libros que necesitaban los internados en la escuela. Tenían dos grandes impresoras a los lados de una gran sala cuadrada, con un ventilador de techo central que siempre estaba funcionando y una ventana al fondo permanentemente abierta, por el enorme olor a tinta. Montañas y montañas de libros se acumulaban, apilados en columnas en el suelo, mientras que el encargado, con el ordenador y una carretilla imprimía y entregaba lo que le pedían. Por suerte, se decidió habilitar otras dos salas de impresión para que se pudiera dar a vasto, pero sin contratar a más personal con lo que fue un esfuerzo inútil.
La siguiente sala era un almacén de documentos, pero poco más sabía, pues se tenía prohibido el acceso a la sala a cualquiera menos al director. Tenía una puerta de metal de color grisáceo, de aspecto bastante pesada y con una cerradura de combinación y otra de llave, de un contorno bastante raro.
Siguió andando hasta llegar a un despacho que ponía en un pequeño cartel “Director. Llame antes de entrar”. Golpeo dos veces la puerta de madera oscura y giro el picaporte metálico. Un hombre de gran tamaño, pelo algo canoso pero aun algo oscuro, de gran presencia, con cara circunspecta, ojos verdes, bigote modesto, manos anchas, traje color azul oscuro y corbata negra estaba sentado en la mesa, rellenando unos papeles. Román se quedó de pie a la espera de una orden.
-Siéntate-dijo el director con una voz potente y grabe, y mientras Román se sentaba en la silla que se encontraba en frente de él, el Director continuo- He visto desde la ventana que te has vuelto a meter en problemas. ¿Qué es lo que ha pasado esta vez?-
-Me quede dormido, señor- contesto con rapidez
-Nunca te has quedado dormido, no sabes mentir.- dijo con un tono algo paternal, pero extremadamente serio- Asimismo, odio que me llames señor.-
-¿Y cómo quiere que lo llame? Señor Director- dijo con un tono algo hiriente
-Papá estaría bien-
-Pues entonces no haberme metido desde pequeño en esta prisión militar_
-¡Es la mejor opción!-levanto rápidamente la vista hacia su hijo- No te puedo perder a ti también-
-Odio este sitio. Quiero salir de aquí, ver mundo, vivir aventuras, y no estar encerrado, bajo dictadura militar-
-Hijo mío, cuando llegue el momento un mundo se abrirá ante ti. Un cosmos repleto de andanzas épicas y vivencias únicas, pero por ahora aguanta aquí un tiempo más.- su tono se relajó muchísimo, y al ver los ojos de su hijo le recordó a su mujer
Román nunca había sabido mucho sobre su mujer, solo que desapareció cuando él tenía apenas dos años. Nunca se volvió a saber nada acerca de ella.
-Debes de estar hambriento- dijo a su hijo, con tono cálido- ¿Por qué no bajamos los dos a desayunar por una vez? Como padre e hijo. En el comedor de profesores sirven mejor desayuno-
- Ya se meten demasiado conmigo, creo que iré yo solo a desayunar al comedor de alumnos- el Director observo algo de pena en las palabras de su hijo- Hoy creo que vuelven a servir cereales insípidos con leche en polvo, como siempre-
Román se despidió de la misma manera que hacia siempre, inclinando la cabeza y ligeramente el torso, con las palmas de las manos juntas. Había adoptado esa forma de diferentes escritos que, según decían, así era la forma con la que se despedían en muchas religiones pacifistas. Su espíritu rebelde e inconformista, pacifista a la vez de su hijo le recordaba a su mujer, desaparecida desde hace años. Un día se levantaron padre e hijo y no estaba.
Román salió de la habitación con una sensación de soledad, sabiendo que este no era su sitio, debía haber algún sitio mejor para él, un lugar donde vivir aventuras y donde pudiese mostrar su verdadera valía. Avanzo por las entrañas de tan elegante edificio hasta llegar a una salida lateral. En frente de él otro edificio de posterior construcción al que estaba a su espalda. De cuadrada estructura, color gris militar y de techo bajo. Poseía salida de humos a nivel industrial y hedía a aceite el ambiente a su alrededor, las veinticuatro horas del día. Ni una planta crecía en el suelo y los cristales tenían una capa de una grasa asquerosa.
Al entrar, se encontró de frente con la cola que llevaba a los módulos metálicos donde te servían la comida. Varios vigilantes supervisaban que todo estuviera en orden, que tú estuvieses en la posición militarmente correcta. A Román tal estricto protocolo, una invención de una pequeña parte del ser humano, le parecía un vil sacrilegio a la forma más pura del ser humano. Aun así, se colocó el último en la fila, con la posición de espera que desde pequeño le habían enseñado. Al avanzar la cola cogió una de las bandejas de aluminio con huecos para la comida, empezando a trasladarse por delante de los módulos. Cuando llego la hora de que le sirviesen la comida Román observo a la cocinera que lo estaba haciendo; alta, grande, tan grande que parecía que se comía todo lo que cocinaba, pelo ya de color blanco como la nieve, su cara parecía haber sido erosionada por arenas de mil desiertos diferentes, mirada perdida en el horizonte por la tediosa rutina de su trabajo, bata y uniforme que se intuían blancos, pero con más manchas que la cara de un payaso. La cocinera devolvió la mirada al escuálido recluta mientras le serbia un par de tazones de los famosos cereales ricos en nutrientes y escasos de sabor por los que, entre otras cosas, esa dichosa escuela era famosa.
Tras servirse lo que intuía que era un zumo, coger un trozo de pan y un poco de leche para los cereales, fue a buscar sitio donde sentarse y desayunar. El resto del comedor era amplio, muy amplio, con ventanas grandes, paredes blancas, suelo a cuadros alternando negro, gris y marrón, pero destacando las mesas metálicas donde se comía. Eran de banco corrido y todo el conjunto estaba atornillado al suelo, siendo incomodísimo comer allí.
Mientras recorría el comedor buscando un sitio donde comer, Román notaba la mirada de sus compañeros que allí comían. Todos sabían que era el ojito derecho del señor director y muchos le odiaban por ello. Lo siguiente que noto fue como algo se interpuso en el avance de sus pies, era una zancadilla de alguno de sus compañeros allí presentes. Cayó cual árbol recién talado, desparramando todo su desayuno en el suelo y cayendo después sobre él. Las carcajadas de los allí presentes no se hizo esperar, la humillación fue máxima y la autoestima de Román decayó casi por completo. Ni un alma, a excepción de su padre, le apreciaba en aquel lugar. Recogió el poco desayuno que pudo recuperar y se sentó en silencio en la mesa más alejada de todo, en una de las esquinas traseras del comedor. Terminado el desayuno, salió corriendo de ese infierno de primitivas burlas en dirección a una de sus clases de la mañana, no sin antes asearse ligeramente.
Entro en la clase. Ese día y a esa hora le tocaba física, su clase favorita después de las matemáticas. El profesor era un señor mayor, pelo negro canoso, algo grasiento revuelto y bastante largo. Va  a todos lados con postura encorvada y con cara dulce detrás de sus arrugas y su nariz poco agraciada. Su empeño y gusto por dar la asignatura se veía siempre poco o nada recompensado por la actitud de la inmensa mayoría de los alumnos, que pasaban totalmente de esa asignatura. Román corrigió automáticamente su postura cuando entró en la clase el profesor.
-Buenos días, profesor Galio. - dijo Román al profesor mientras el resto de alumnos hablaban entre ellos sin prestar atención alguna al profesor.
-Querido alumno Román, hoy te enseñaré algo muy útil, como controlar a una multitud que no está dispuesta a escucharte-
La cara del joven se volvió de incredulidad.
-Solo tienes que encontrar las palabras adecuadas- continuo el profesor, y bajando muchísimo el tono de su voz prosiguió- Examen sorpresa-
Toda la clase de inmediato se calló y empezó a prestar atención al ya mayor profesor.
-Como te dije, querido alumno Román, pocas palabras bastan para controlar a una multitud sumido en la idiotez producidas por las hormonas típicas de su edad- dijo mientras ambos sonreían entre el desconcierto de la gran mayoría de la clase- Y ahora que me están prestando atención, comencemos la clase. –
Tras acabar la clase que tanto le encantaba a Román, este se fue directo con sus compañeros al patio central donde tendrían un ligero descanso antes de la siguiente clase. Se sentó en la sombra de un pequeño manzano donde se dedicó a pensar que haría si pudiera escapar de esa prisión, a soñar que aventuras le gustaría vivir si pudiera correr más allá de los muros de lo que su padre llamaba hogar
Tras la siguiente clase fuero de nuevo al patio donde otra vez al patio, pero esta vez no para descansar, tocaba instrucción antes de la comida. La cara de Román lo decía todo, odiaba hacer esas cosas porque si, por el mero hecho de hacerlas. Se veía como un anarquista de su escuela, un revolucionario pensador encerrado en un sistema que le hacía correr para tenerle cansado y dócil.
Tras comer unas gachas insípidas y algo que parecía carne con verduras descansó un rato escaqueándose de una “carrerita”, como lo llamaba su instructor. Como lo aborrecía. Para su desagrado, la siguiente clase no se la pudo saltar, llamada Historia de la Guerra. Esa asignatura ensalzaba las batallas como el mayor triunfo del hombre, cuando Román lo veía como el mayor de los fracasos.
Tras otra tarde absurda con clases excesivamente incoherentes, su grupo se fue a las duchas, donde las vejaciones hacia Román continuaron como siempre.

Se fue directo al barracón a dormir. Hoy no le apetece más que dormir, evadirse a su mundo perfecto donde el era feliz y nadie podría alterar eso.

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