“Tengo frio” pensaba. Una
escalofriante sensación recorría todo su cuerpo, un frio que le llegaba hasta
los huesos. Se levantó de su cama sin
hacer casi ningún esfuerzo. Avanzó por el pasillo lentamente, mientras se
repetía “tengo frio”. Bajó las escaleras las escaleras con paso tembloroso y
agarrando con todas sus fuerzas el pasamanos. “Tengo frio, buenos días” dijo en
voz alta a su familia, que estaba reunida en la mesa central del salón
desayunando. Nadie respondió. Se dirigió a la cocina, sin casi fuerzas en su
cuerpo, para prepararse su taza de leche caliente matutino. Sin embargo, era incapaz de servirse
el café. “Tengo frio” se volvió a decir
a si mismo poco antes de oír un grito descorazonador. Provenía de la planta
superior, algo había. Toda su familia salió corriendo hacia la habitación de
dónde provenía el grito, mientras él avanzaba sin pena ni gloria. Al llegar se
encontró con una estampa desoladora. Su hermana pequeña estaba agarrada a algo
oscuro y rígido que él no podía ver, sus padres en la cabecera de la cabecera
con la mayor cara de pesar que les ha visto. “Tengo frio” dijo mientras
reconoció aquello que estaba tumbado en el suelo. Una paz le rondo en su
interior mientras dio media vuelta y se fue. El mundo ahora le parecería
diferente. “Tengo frio”
Día tras la misma rutina, pensó irritado al levantarse de
golpe. El grito enérgico del instructor despertó a todo el barracón de un
golpe. El barracón era extremadamente simple, una fila de literas a cada lado.
Entre cada litera un armario doble metálico, de color verde botella, y de un
metro y medio de altura, de poco más de treinta centímetros de profundidad,
donde en cada parte cada recluta podía meter sus pocos enseres que tenía.
El instructor tenía el
típico aspecto militar: espaldas anchas, pelo corto, uniforme perfectamente
puesto y planchado, cara fruncida y postura estándar. Ese instructor, llamado
Teniente Guzmán, era conocido por su gran mal genio, sus gritos y su afán de
hacer la vida de los reclutas insufrible.
-¡El sol saldrá en diez
minutos y no quiero que se sienta solo!- gritó a pleno pulmón- Todo el mundo
preparado y en formación en la puerta en cinco minutos.-
Se levantó de un bote,
asió su uniforme y empezó a ponérselo. Cuando iba por la parte de arriba, el
inmaduro de la litera de al lado le quito la chaqueta y empezó a pasarla entre
sus amigos al grito de “¡venga, recluta Román!
Eres demasiado patoso”. Román era demasiado delgado, pequeño y sin fuerzas;
no podía hacer frente a sus compañeros. El compañero que le había quitado la
chaqueta era el prototipo de adolescente que a volvía a las chicas locas: alto,
rubio, atlético, ojos claros con una mirada encantadora y, para gran amargura
de Román, era el jefe de su escuadrón. Al rato le tiraron la chaqueta en al
suelo y todo el mundo salió apresuradamente fuera del barracón, menos Román. Se
puso la chaqueta apresuradamente y se presentó en la salida del barracón lo más
rápido que pudo. El barracón estaba en medio de una explanada totalmente
asfaltada, donde al fondo, hacia el norte, se podida ver un gran edificio de
ladrillo de estilo Art Nouveau. Era el edificio central del internado militar.
Rodeando la explanada, al este, había un campo de pruebas e instalaciones
deportivas. En ellas se podía hacer desde tiro con pistola, hasta futbol y
escalada. Esto a Román no le interesaba nada en absoluto, él prefería la
inmensa biblioteca que poseía el edificio central. En ella pasaba su tiempo
libre deleitándose con todos sus libros, desde manuales técnicos hasta libros
de tácticas militares. Pero los que más le atraían eran las novelas, dando
igual el género. Detrás del complejo deportivo circulaba un pequeño rio.
Al sur se encontraban
todos los barracones, incluido el de Román, hechos de metal y de aspecto
bastante desagradables. Eran de diferentes tonos verdosos, un amago de
camuflaje que con los años se había difuminado y degradándose hasta quedarse en
un conjunto de tonalidades verdosas deformes y sin sentido.
Al oeste un bosque donde
se hacían desde pruebas de supervivencia hasta maniobras y juegos militares.
Estaba compuesto en su mayoría por robles y encinas de gran tamaño, pero
también había abedules y sauces.
Al ver el instructor el
aspecto desaliñado de su recluta, unido a su tardanza, decidió darle una
pequeña reprimenda.
-Recluta Román, por
sorteo le ha tocado un premio de ¡20 flexiones!- según decía la frase su
expresión facial pasaba de ser de muy malhumorado a hostilidad total.-El resto
por compañerismo se pasara toda la mañana corriendo mientras vuestro compañero
Román disfrutará de una mañana libre después de que haga sus apacibles flexiones.-
-¡Como se nota que es el
ojito derecho del director!-dijo uno de sus ahora hostiles compañeros
Tras hacer a duras penas
las flexiones, se dio cuenta de a lo que refería su compañero. Se levantó y vio
a su instructor que se dirigía hacia él mientras sus compañeros corrían en
formación de a tres. Le dio el permiso de mañana libre y le ordeno que primero
fuese a ver al director antes de desayunar.
Se dirigió a paso lento y
tranquilo hacia el edificio central. Al acercarse vio en el gran portón el
emblema de la escuela: un escudo al escudo nórdico, con los bordes bellamente
labrados con un estilo floral, y una encina labrada en el centro.
Tras la inmensa puerta se
hallaba un gran vestíbulo con suelo de granito pulido con iluminación natural.
En las paredes, de color rojo claro, finos retratos de antiguos directores de
esta escuela colgaban, todos con un gran tono y seriedad militar. Al final de
la sala había una serie de puertas que daban a un entramado de pasillos y
aulas. Después también había una gran y elegante escalera estilo clásica.
Subió por la escalera que
daba a un gran pasillo, de suelo de mármol, bien iluminado con antiguos
candiles actualizados a la época actual, con bombillas de luz blanca. Según
avanzaba por el pasillo observaba los bustos de los que antaño fueron
directores o alumnos que ahora se han convertido en personas de influencia.
Al final del gran pasillo
había dos bifurcaciones, tomando la de la derecha paso por delante de la sala
principal de reprografía, donde editaban e imprimían los libros que necesitaban
los internados en la escuela. Tenían dos grandes impresoras a los lados de una
gran sala cuadrada, con un ventilador de techo central que siempre estaba
funcionando y una ventana al fondo permanentemente abierta, por el enorme olor a
tinta. Montañas y montañas de libros se acumulaban, apilados en columnas en el
suelo, mientras que el encargado, con el ordenador y una carretilla imprimía y
entregaba lo que le pedían. Por suerte, se decidió habilitar otras dos salas de
impresión para que se pudiera dar a vasto, pero sin contratar a más personal
con lo que fue un esfuerzo inútil.
La siguiente sala era un
almacén de documentos, pero poco más sabía, pues se tenía prohibido el acceso a
la sala a cualquiera menos al director. Tenía una puerta de metal de color
grisáceo, de aspecto bastante pesada y con una cerradura de combinación y otra
de llave, de un contorno bastante raro.
Siguió andando hasta
llegar a un despacho que ponía en un pequeño cartel “Director. Llame antes de entrar”. Golpeo dos veces la puerta de
madera oscura y giro el picaporte metálico. Un hombre de gran tamaño, pelo algo
canoso pero aun algo oscuro, de gran presencia, con cara circunspecta, ojos
verdes, bigote modesto, manos anchas, traje color azul oscuro y corbata negra estaba
sentado en la mesa, rellenando unos papeles. Román se quedó de pie a la espera
de una orden.
-Siéntate-dijo el
director con una voz potente y grabe, y mientras Román se sentaba en la silla
que se encontraba en frente de él, el Director continuo- He visto desde la
ventana que te has vuelto a meter en problemas. ¿Qué es lo que ha pasado esta
vez?-
-Me quede dormido, señor-
contesto con rapidez
-Nunca te has quedado
dormido, no sabes mentir.- dijo con un tono algo paternal, pero extremadamente
serio- Asimismo, odio que me llames señor.-
-¿Y cómo quiere que lo
llame? Señor Director- dijo con un tono algo hiriente
-Papá estaría bien-
-Pues entonces no haberme
metido desde pequeño en esta prisión militar_
-¡Es la mejor
opción!-levanto rápidamente la vista hacia su hijo- No te puedo perder a ti
también-
-Odio este sitio. Quiero
salir de aquí, ver mundo, vivir aventuras, y no estar encerrado, bajo dictadura
militar-
-Hijo mío, cuando llegue
el momento un mundo se abrirá ante ti. Un cosmos repleto de andanzas épicas y
vivencias únicas, pero por ahora aguanta aquí un tiempo más.- su tono se relajó
muchísimo, y al ver los ojos de su hijo le recordó a su mujer
Román nunca había sabido
mucho sobre su mujer, solo que desapareció cuando él tenía apenas dos años.
Nunca se volvió a saber nada acerca de ella.
-Debes de estar hambriento-
dijo a su hijo, con tono cálido- ¿Por qué no bajamos los dos a desayunar por
una vez? Como padre e hijo. En el comedor de profesores sirven mejor desayuno-
- Ya se meten demasiado
conmigo, creo que iré yo solo a desayunar al comedor de alumnos- el Director
observo algo de pena en las palabras de su hijo- Hoy creo que vuelven a servir
cereales insípidos con leche en polvo, como siempre-
Román se despidió de la
misma manera que hacia siempre, inclinando la cabeza y ligeramente el torso,
con las palmas de las manos juntas. Había adoptado esa forma de diferentes
escritos que, según decían, así era la forma con la que se despedían en muchas
religiones pacifistas. Su espíritu rebelde e inconformista, pacifista a la vez
de su hijo le recordaba a su mujer, desaparecida desde hace años. Un día se
levantaron padre e hijo y no estaba.
Román salió de la
habitación con una sensación de soledad, sabiendo que este no era su sitio,
debía haber algún sitio mejor para él, un lugar donde vivir aventuras y donde
pudiese mostrar su verdadera valía. Avanzo por las entrañas de tan elegante
edificio hasta llegar a una salida lateral. En frente de él otro edificio de
posterior construcción al que estaba a su espalda. De cuadrada estructura,
color gris militar y de techo bajo. Poseía salida de humos a nivel industrial y
hedía a aceite el ambiente a su alrededor, las veinticuatro horas del día. Ni
una planta crecía en el suelo y los cristales tenían una capa de una grasa
asquerosa.
Al entrar, se encontró de
frente con la cola que llevaba a los módulos metálicos donde te servían la
comida. Varios vigilantes supervisaban que todo estuviera en orden, que tú
estuvieses en la posición militarmente correcta. A Román tal estricto
protocolo, una invención de una pequeña parte del ser humano, le parecía un vil
sacrilegio a la forma más pura del ser humano. Aun así, se colocó el último en
la fila, con la posición de espera que desde pequeño le habían enseñado. Al avanzar
la cola cogió una de las bandejas de aluminio con huecos para la comida,
empezando a trasladarse por delante de los módulos. Cuando llego la hora de que
le sirviesen la comida Román observo a la cocinera que lo estaba haciendo;
alta, grande, tan grande que parecía que se comía todo lo que cocinaba, pelo ya
de color blanco como la nieve, su cara parecía haber sido erosionada por arenas
de mil desiertos diferentes, mirada perdida en el horizonte por la tediosa
rutina de su trabajo, bata y uniforme que se intuían blancos, pero con más
manchas que la cara de un payaso. La cocinera devolvió la mirada al escuálido
recluta mientras le serbia un par de tazones de los famosos cereales ricos en
nutrientes y escasos de sabor por los que, entre otras cosas, esa dichosa
escuela era famosa.
Tras servirse lo que
intuía que era un zumo, coger un trozo de pan y un poco de leche para los
cereales, fue a buscar sitio donde sentarse y desayunar. El resto del comedor
era amplio, muy amplio, con ventanas grandes, paredes blancas, suelo a cuadros
alternando negro, gris y marrón, pero destacando las mesas metálicas donde se
comía. Eran de banco corrido y todo el conjunto estaba atornillado al suelo,
siendo incomodísimo comer allí.
Mientras recorría el
comedor buscando un sitio donde comer, Román notaba la mirada de sus compañeros
que allí comían. Todos sabían que era el ojito derecho del señor director y
muchos le odiaban por ello. Lo siguiente que noto fue como algo se interpuso en
el avance de sus pies, era una zancadilla de alguno de sus compañeros allí
presentes. Cayó cual árbol recién talado, desparramando todo su desayuno en el
suelo y cayendo después sobre él. Las carcajadas de los allí presentes no se
hizo esperar, la humillación fue máxima y la autoestima de Román decayó casi
por completo. Ni un alma, a excepción de su padre, le apreciaba en aquel lugar.
Recogió el poco desayuno que pudo recuperar y se sentó en silencio en la mesa
más alejada de todo, en una de las esquinas traseras del comedor. Terminado el
desayuno, salió corriendo de ese infierno de primitivas burlas en dirección a
una de sus clases de la mañana, no sin antes asearse ligeramente.
Entro en la clase. Ese
día y a esa hora le tocaba física, su clase favorita después de las
matemáticas. El profesor era un señor mayor, pelo negro canoso, algo grasiento
revuelto y bastante largo. Va a todos
lados con postura encorvada y con cara dulce detrás de sus arrugas y su nariz
poco agraciada. Su empeño y gusto por dar la asignatura se veía siempre poco o
nada recompensado por la actitud de la inmensa mayoría de los alumnos, que
pasaban totalmente de esa asignatura. Román corrigió automáticamente su postura
cuando entró en la clase el profesor.
-Buenos días, profesor Galio.
- dijo Román al profesor mientras el resto de alumnos hablaban entre ellos sin
prestar atención alguna al profesor.
-Querido alumno Román, hoy
te enseñaré algo muy útil, como controlar a una multitud que no está dispuesta
a escucharte-
La cara del joven se volvió
de incredulidad.
-Solo tienes que
encontrar las palabras adecuadas- continuo el profesor, y bajando muchísimo el
tono de su voz prosiguió- Examen sorpresa-
Toda la clase de
inmediato se calló y empezó a prestar atención al ya mayor profesor.
-Como te dije, querido
alumno Román, pocas palabras bastan para controlar a una multitud sumido en la
idiotez producidas por las hormonas típicas de su edad- dijo mientras ambos sonreían
entre el desconcierto de la gran mayoría de la clase- Y ahora que me están prestando
atención, comencemos la clase. –
Tras acabar la clase que
tanto le encantaba a Román, este se fue directo con sus compañeros al patio
central donde tendrían un ligero descanso antes de la siguiente clase. Se sentó
en la sombra de un pequeño manzano donde se dedicó a pensar que haría si
pudiera escapar de esa prisión, a soñar que aventuras le gustaría vivir si
pudiera correr más allá de los muros de lo que su padre llamaba hogar
Tras la siguiente clase
fuero de nuevo al patio donde otra vez al patio, pero esta vez no para
descansar, tocaba instrucción antes de la comida. La cara de Román lo decía todo,
odiaba hacer esas cosas porque si, por el mero hecho de hacerlas. Se veía como
un anarquista de su escuela, un revolucionario pensador encerrado en un sistema
que le hacía correr para tenerle cansado y dócil.
Tras comer unas gachas insípidas
y algo que parecía carne con verduras descansó un rato escaqueándose de una “carrerita”,
como lo llamaba su instructor. Como lo aborrecía. Para su desagrado, la
siguiente clase no se la pudo saltar, llamada Historia de la Guerra. Esa asignatura ensalzaba las batallas como
el mayor triunfo del hombre, cuando Román lo veía como el mayor de los
fracasos.
Tras otra tarde absurda
con clases excesivamente incoherentes, su grupo se fue a las duchas, donde las
vejaciones hacia Román continuaron como siempre.
Se fue directo al barracón
a dormir. Hoy no le apetece más que dormir, evadirse a su mundo perfecto donde
el era feliz y nadie podría alterar eso.
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